Hace unos años, cuando me encontraba paseando por el parque que rodea el lago de Puigcerdà, en la época en que todavía los niños podían darse un paseo en burrito, me encontraba yo en mis cavilaciones y me detuve de golpe, perplejo con lo que estaba viendo: dos chicas de estética "pija" estaban charlando, ajenas a lo que ocurría en sus inmediateces: una de ellas llevaba atado de una correa a un perrito; un caniche blanco, níveo, el cual lamía con fruición un voluminoso y brillante excremento de burrito lugareño.
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Yo siempre había deseado tener un perro. Cuando por fin logré tener la vivienda adecuada, adopté un pastor alemán hembra, ya fallecida.
Un dia, paseando por el bosque, ví como mi perra se estaba distrayendo con algo que había en el suelo. Cuando me acerqué ví que ni más ni menos se estaba recreando con la ingesta un excremento de perro. Y esa acción, al cabo del tiempo, la repitió.
En una de las visitas al veterinario aproveché para comentárselo. Yo no estaba especialmente preocupado, ya que sabía que esa era una práctica habitual, la de ingerir sus propios excrementos o de otros animales. El veterinario me dio sendas explicaciones sobre la falta de fósforo y otros minerales que suplían con los excrementos, así como otras disertaciones sobre etología perruna. Pero lo que me sorprendió y me abrió los ojos fue su consideración final:
Su opinión personal como veterinario y conocedor de la especie era que los perros ingerían excrementos, era simplemente porque les gustaba.
Esto me ha hecho reflexionar sobre las cosas que hacemos, porqué las hacemos. Miramos, reflexionamos, analizamos, le buscamos sentido a las cosas. Vueltas y más vueltas.
Pero algunas de las cosas que hacemos, incluso las más deshonestas, las hacemos simplemente porque nos gustan y apetecen.
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