La muerte es aquel fenómeno natural e inevitable por el que los órganos básicos -corazón y cerebro- dejan de funcionar, y como un castillo de naipes que se derrumba, el resto de órganos y funciones también, abocándose a su inexorable putrefacción y descomposición.
Pero el ser humano tiene la ventaja que una vez le llega la muerte, lo que se conoce como alma se desprende de ese cuerpo y viaja a través de un túnel ricamente iluminado hacia algún lugar que, según la religión que profesase el finado sería el cielo, el infierno, un paraíso lleno de huríes o la reencarnación.
Los animales y los ateos, al no profesar religión alguna, y por tanto no disponen de alma simplemente nos morimos y procedemos a descomponernos, a no ser que se haya previsto nuestra incineración.
Indudablemente el cielo tiene grandes ventajas siempre que se haya cumplido con las reglas de la religión (católica en este caso). Una vida eterna plácida, rodeado de tus seres queridos. Si el todopoderoso ha considerado que la persona, en vida, tuvo una idem acorde con las reglas, o que en sus últimas horas optase por un arrepentimiento sincero, con lo que valora el mismo y decide sobre su eventual entrada en el cielo, o va al infierno de cabeza.
Este lugar, el infierno, es el “sitio” absolutamente opuesto al cielo que representa una permanecer en el eterno sufrimiento. La biblia lo menciona en repetidas ocasiones:
Todos aquellos que sean arrojados al lago de azufre ardiente pasarán la eternidad allí, incluyendo al diablo (Apocalipsis 20:10), la bestia y el falso profeta (Apocalipsis 19:20), y todos los seres humanos que hayan muerto en una condición espiritual inconversa (Mateo 13:42; Apocalipsis 20:15).
Vale la pena llevar una vida ejemplar, o tener la capacidad de arrepentirse a tiempo.
Tras estas frívolas consideraciones hechas hasta ahora diré que he leido a ciertos filósofos defensores del ateísmo decir que el hombre, en su soberbia y creatividad, tuvo la necesidad de inventarse un ser superior al que llamó dios (Dios), y que curiosamente lo hizo a su imagen y semejanza. También tuvo la necesidad de crearse un mundo posterior a la muerte. Estableciendo la imposibilidad de que la perfección de su ser desapareciese para siempre una vez muerto. Y se inventó la vida eterna.
Con la esperanza de esta vida eterna, la mujer o el hombre conversos intentan comportarse acorde con las premisas de su religión. Dichas premisas son un compendio de buenas prácticas que se han ido elaborando a través de los siglos para regular los más viles instintos del ser humano, dirigidos sin duda a una población primitiva y de bajo nivel cultural. Y como tal, puede constatarse que es en estos grupos de población donde se profesa la religión de una manera más ferviente.
La cultura ha ido sustituyendo a la religión. La cultura lleva implícita las buenas formas. Porque las malas vienen sin ayuda. Un claro ejemplo lo tenemos en la tan conocida pederastia de tantos miembros del clero.
Continuará…
No hay comentarios.:
Publicar un comentario